martes, 27 de marzo de 2012

El psicotécnico

Y si, vuelvo al ruedo de este blog. No ya con amores o desamores (al menos por ahora), sino con una nueva fuente de despotrique y comentarios incontenibles: la lucha por conseguir un empleo (digno, sobre todo si es posible).

En esta historia interminable de sobrevivir, en cierto momento se acaban las excusas y es tiempo de convertirse en adulto con todas las letras y ser productivo. Entonces, se lanza uno a la lucha contra el tiempo, el mundo, el espacio y la competencia, intentando alcanzar un puesto medianamente agradable, lo más rentable posible y lo más acorde a nuestras expectativas y deseos, tanto como las circunstancias y la desesperación puedan permitirnos el lujo de pretender.

En esa lucha me encuentro, desde hace un tiempo debo reconocerlo. Pero en esta instancia, un motivo me lleva a escribir en particular. Superadas las entrevistas, en las que, debo reconocer, puedo manejarme con cierta soltura que me brinda algo de comodidad, llega un momento que hoy experimente por primera vez: la entrevista/test psicotécnico/psicolaboral.

Anécdota entre extraña, incómoda, tensa, curiosa, diversa, interesante, desagradable entre tantos atributos que podría asignarle. Llegue al sitio acordado, previo intento de investigación sobre lo que calculaba iba a encontrarme. Primer medio error: internet incrementa el pánico, y hace parecer que todo lo que digamos nos va a hacer quedar como psicópatas, asesinos seriales, compulsos, obsesivos, sexópatas o perversos. Razón por la cual uno pretende, infructíferamente, memorizar todo lo que sea conveniente decir, hacer, usar para pasar por un ser lo más normal posible. Imposible! En el estado de ansiedad/nerviosismo es imposible memorizar poco más que dos o tres datos (los míos: dibujar la casa sin piedras ni humo, el hombre bajo la lluvia con pocas gotas chicas y sobretodo, y fundamental: todos sonrientes porque son felices). Sin embargo, hice mi intento y algunas cosas pasaron, pero un par quedaron. Pero fuera de lo específico del intento, le erré en la línea general del test: esperaba que sea orientado a una estructura más bien posmoderna, de diálogo y competencias expresadas en acciones concretas del pasado, y nada tuvo que ver con el que me encontré. Este en concreto fue bien técnico y tradicional, con tarjetas ilustradas y todo.

Después de acceder al edificio en el que se localizaría el encuentro, flanquear los molinetes no giratorios sin tarjetas, subir en los super tecnológicos ascensores, anunciarme un par de veces con diversas recepcionistas, me dispongo a esperar a mi entrevistadora. Tras unos largos minutos en una sala sin cuadros ni revistas, ni nada que disperse mi atención, solo centrada en leer los nombres de los interruptores de los diversos sistemas, siendo mi mirada particularmente atraída por el que gritaba “no bajar”, me invita a pasar a la escueta sala de entrevistas. Un habitáculo vidriado en una de sus caras, de escasos metros cuadrados, con una pequeña mesa redonda en su centro, en la que apenas cabíamos mi evaluadora y yo a cada lado. Anuncia contarme de que se trata todo esto, pero se limita a indagar sobre lo que se y poca información agrega a la que llevo.

Tras la formalidad de la presentación, pasamos a una “entrevista” de formulario (para saber datos estrictamente formales, no es más fácil leer esa hoja que tenés delante, que se conoce como CV?) y solo dos (si, DOS) preguntas de conocimiento (si se puede llamar de esa manera al fruto de tan escueto intercambio) y damos por concluida esa sección del encuentro. Ya es suficiente considera la experta.

Pasamos entonces a los test, temidos si los hay, sobre todo para los que como seres sociales que somos, precisamos hablar y hablar, y promocionar nuestras virtudes y disimular nuestros defectos, y hablar un poco más para tapar la ansiedad y los nervios. Más todavía si tenemos delante una persona que se limita a abrir grandes los ojos, asentir con un onomatopéyico “aham…” y tomar nota de todo, absolutamente de todo, incluso el ritmo de nuestra respiración y alguna que otra cosa más. Con la misma urgencia de un alumno ingresante que teme perder el apunte de su vida, la interlocutora tomaba minuciosa nota de cada palabra, gesto, movimiento que yo manifestaba.

Test número uno: “las tarjetas para copiar” (SI, un científico derrocho su tiempo para que yo nombre al fruto de su trabajo de esta manera: mis disculpas a él y sus descendientes. Hablo con propiedad: se trata del "Test de Bender").

Hojas en blanco a mi alcance, birome, lápiz y goma (y la prohibición de usarla, solo para tentarme) y una serie de tarjetas ilustradas destinadas a ser copiadas por mí. “Como vos las veas” afirma, y enfatiza sobre todo esa parte en la que relativiza la realidad y mi percepción. Primer salto al vacío. “todos en una hoja?” pregunto, y sus ojos se agrandan un poco más, aclarándome que “eso lo dejo a tu criterio (Carina Olga), como a vos te parezca” y pareciera ser que por dentro se relame de placer ante la posibilidad de que en ese detalle, mi incoherencia radical salga a la luz.

Dejo atrás la prueba uno, con la seguridad de haber sido minuciosamente observada durante mi momento de copia, a través de la extraña pero inconfundible sensación de ojos pegados en la nuca, aún sin verlos y el sonido de la birome sobre el papel que afirma que ha quedado registro de todo. Mi muñeca lejana al lápiz y papel desde hace años comenzaba así su día de empleo intensivo.

Pasado el primer obstáculo, proseguimos con lo siguiente. Una nueva hoja llega acompañada de la solicitud de crear en ella, siempre “a mi manera”, una persona, una casa y un árbol. El desafío de la ilustración, que siempre quedaba lejana a mi idea a trazar (el uso de la pc ha hecho estragos en mi muñeca de dibujante) resulto poca cosa ante la batería de preguntas que le dieron cierre. Una ametralladora de “por qué” y pedidos de datos concretos acerca de lo graficado, se acrecentaba momento a momento hasta alcanzar su punto álgido en la sección botánica. Si pude imaginar quién era la persona, qué hacía, cómo estaba y por qué; si logré responder a los datos arquitectónicos y de estado de la casa, la imaginaria y la propia; el mayor despliegue imaginativo fue a la hora de responder acerca del árbol. Yo, que a duras penas distingo una planta de maceta de un árbol a causa de sus dimensiones. Yo, que de pura suerte acierto alguna palabra relativa al jugar al tutifruti. Yo me veo frente a la pregunta del millón: “qué árbol es ese?” (de suerte no escribo aquí términos como marca o raza al referirme al vegetal). Mi mente, cual la de Homero Simpson se repetía a sí misma: “no digas paraíso, no digas paraíso”, por ser el único árbol que conozco de cerca y por ello sus rasgos de fragilidad. “Un siempre verde” arriesgo, y el desafío se redobla. “Por qué es un siempre verde?” Y yo que de suerte acerté un nombre, me veo en el desafío nuevo de arrojar características específicas de la especie. Pero la mayor proeza estaba a punto de llegar: “Y cuántos años tiene ese árbol?” Señora psi: no tengo la más remota idea de cuánto tiempo le lleva a un árbol alcanzar la edad que mi mente le otorga. No se medir el tiempo en “años-árbol”. Si mi inconsciente lo sitúa en alguna edad arboril, escasamente puedo arriesgar a decir cuán grande es, pero lejos me encuentro de acertar una cifra exacta en años. Mi mente confusa logra explicarse, y quitamos los números de por medio: los árboles son jóvenes, adultos o viejos. Fin del enredo.

La actividad siguiente no encerraba demasiada complicación, más que la condición del tiempo, pero habiendo rendido tantos exámenes, la estrategia de contestar todas las que salían sin demasiado pensar primero y dejar las complejas para el final, salió a mi rescate.

Por último, el famoso, el esperado, el tantas veces comentado, el mítico: el dibujo de la persona bajo la lluvia. Mi machete mental no falló (o al menos eso creo). Dibujé a mi persona tal cual los tips que logré recaudar en el camino me indicaban: sonriente, prevenido, sin mucha lluvia y en una actitud sumamente positiva (creo que exageré en un toque el optimismo, la doctora pensará que soy alguna clase de descendiente de Ned Flanders), enfatizada esta última en el título y la frase que lo acompañara.

Terminados las pruebas a mi mente, sin respuestas en mi haber, me despido no sin que antes me siembre la inquietud de que en sus manos está la posibilidad de que me llamen o no para el empleo que persigo. “Si todo está bien (en el informe que reposa en mis manos, por ende en mi voluntad) te llamarán, sino no (o sea, si yo le digo que no)” me dice con una sonrisa que simula ser gentil, pero que de amable no tiene nada. Si es tan fácil darle esperanzas a un pobre buscavidas, cuál es la necesidad de recalcarle que quizás no es lo suficientemente bueno para la tarea?

Me voy inquieta, algo intranquila, analizando todo a mí alrededor con la sensación de que la señora sigue observándome aún cuando bajo en el ascensor. Imagino que me analizó desde el momento en que en la sala de espera me anunció que pronto me llamaría. Quizás me observó mucho más de lo que pensé que estaba mirándome.

Por suerte al poco tiempo se afloja la tensión. “Esos tests salen siempre bien, tenés que estar muy mal para que te den negativos” me afirma a la mañana siguiente una voz en el teléfono. Era tan difícil saberlo antes?

Como parece que si, ya que pese a googlearlo antes en ningún lugar lo había encontrado, en este momento, mi deber me llama: Atención! Vos, pibito, pibita, “psicotecnicoanalizable” que estas por asistir a esta instancia, que tenés el rabo entre las patas pensando si serás o no un poco desquiciado (si, lo sos, pero no es malo) y eso hará que quedes afuera, si crees que cualquier cosa que digas va a poder ser usado en tu contra, si imaginas que tu psique es mas retorcida de lo que pensás (la mía, tras escribir todo esto da cuenta de que si lo es): quédate tranquilo, no podes ser tan terrible. O si, pero en ese caso la vas a pasar bastante mejor que el resto!